Se abrió la puerta, ella subió y le pagó al chofer. Él la miró desde la cabeza a los pies.
Era hermosa. Delgada, pelo negro y ondulado, piel trigueña y los ojos más bellos que jamás había visto…eran de un suave color miel.
Caminó por el pasillo, buscando un asiento libre en el cual sentarse. Encontró uno en la fila opuesta a la que yo estaba, en diagonal a ella; de manera que podía seguir admirando su belleza. Sus risos se movían al compás del movimiento del colectivo en ruta. De su bolso sacó un libro “Sonetos” de Shakespeare, en una edición en inglés; seguramente sería estudiante o profesora o simplemente una persona que gusta de leer un texto en su idioma original.
Las delicadas manos, con finos dedos y uñas largas bien arregladas, suavemente pasaban de una página a otra. Estaba abismada en la lectura.
Si ella hubiese estado sentada a mi lado, seguramente el libro hubiese sido buena excusa para iniciar una conversación; pero no, estaba frente a mi, en diagonal, de manera que no podría hablarle jamás. Estaba limitado a contemplarla.
Mi contemplación y su lectura se vieron interrumpidas por el sonido de un teléfono celular; la mujer que estaba sentada a mi lado era la dueña del teléfono que sonaba; que interrumpió su lectura y mi contemplación. Después de todo, esa interrupción, fue buena. Ella me miró con esos ojos color miel y esbozó una pequeña sonrisa.
Al cabo de unos kilómetros recorridos, el colectivo se detuvo para bajar a otras personas, y en ese trajín, una señora tiró por accidente sus carpetas y papeles sobre mi, mientras le ayudaba a recoger sus pertenencias, ella –la chica de ojos color miel- se bajó; porque al ordenar el disturbio de papeles volví a mirar en dirección hacia ella, pero ya no estaba.